Regresar al texto que ya no es Berlín



Ich weiss nicht immer, warum ich ausgelöst habe
Tina Bara



Empezar escribiendo el nombre de una ciudad cuyo nombre es tan manido causa pudor. Recuerdo a mi amigo G. riéndose de mí cada vez que le hablaba de la ciudad con B. Así fue como la bautizamos para evitar tener que pronunciar Berlín, porque Berlín era la ciudad a la que viajaba cualquier grupo de treintañeros que protagonizaban una película de autor, Berlín era también la ciudad por la que suspiraban muchos hipsters, adultos inmersos en plena crisis de la pérdida de la juventud, amantes de lo vintage, del arte o seres perdidos en busca de vete tú a saber qué. Decías vivoenBerlín y la mirada de tu contertulio se perdía en una especie de bruma que, en realidad, no contenía nada. Porque, en el fondo, parece que nadie que viaje a Berlín persiguiendo ese sueño de habitar la ciudad sabe realmente qué quiere hacer allí. Qué busca. Puede que volver un año más tarde a casa diciendo yoestuveallí,miramisheridasdeguerra,miraelartesaliéndomeporlasorejas,miralainspiraciónlamusa,lamulticulturalidadnaciéndomeaborbotones. Por eso, con G., nos reíamos cada vez que nombraba la maldita, la puerca ciudad.


 


Fue también a una hora y media de Berlín donde hace dos veranos alquilé un coche negro sin dirección asistida al que I. y yo apodamos laRata y donde me pusieron tres multas por saltarme un radar de 30 km/h mientras conducía a 50 km/h. Sor Citroen, dijo I. Me imaginé conduciendo con hábito, unas gafas de culo de vaso, la mandíbula prominente y la cara desencajada por la velocidad y no pude hacer otra cosa que reírme. Me reí a pesar del enfado y del flashazo del radar que alguien con muy mala idea había situado en aquel punto, en mitad de la nada, y que, por tercera vez, me supuso una sanción. Alemanes, recaudadores, pensé. El resto del viaje conduje, para la desesperación de I, por carreteras secundarias a una velocidad que oscilaba entre los 30 y los 40 km/h. No volvieron a ponerme ninguna multa. Eso sí, redujimos la cantidad de lugares que pensamos visitar porque a esa velocidad no llegábamos a ninguno. Habíamos salido huyendo de un Berlín que se derretía a 36 grados y ahora  no veíamos el momento de volver.


Abro Las pequeñas virtudes de Natalie Ginzburg y, en las primeras páginas, veo que habla de los Abruzos, el pueblo en el que vivió exiliada, y que cuenta que allí sólo hay dos estaciones: el invierno y el verano. Me sonrío porque en la capital alemana ocurre lo mismo. Puede que haya un otoño, pero anochece tan temprano y hace tanto frío que, a pesar del amarillo de los árboles, los cuerpos se preparan para el invierno y buscan una guarida, una madriguera en la que pasar los largos y oscuros meses de invierno. La gente deja de vivir en las calles y las terrazas de los bares y desaparece en el interior de las cafeterías y las casas. La vida se vuelve hacia el interior. Cada estante, cada escaparate, cada cortina ha sido elegida cuidadosamente con el fin de generar el ambiente adecuado y suficientemente cálido para pasar las largas horas del invierno cocinando, leyendo o reuniéndose en círculo, en torno a una mesa. Si tuviera que elegir dos tonalidades para esta época, elegiría el blanco de la nieve y el naranja de la iluminación (lámparas tenues, velas) de los hogares. Los bares huelen a sopa y a algo entre ácido y rancio que nunca he podido reconocer. Es el momento de retraerse y de permanecer compacta como un ovillo de nieve. Reina el silencio. Las conversaciones se convierten en murmullos y, por encima de estos, sólo las voces de españoles, griegos e italianos se adueñan del espacio. Esto causa a veces miradas de reprobación, pero, mientras que los primeros se limitan simplemente a mirar con desdén, los segundos no se dan por aludidos, por lo que el choque cultural continúa.




Recuerdo que, estando allí, mi madre vino de visita y me comentó que parecía que la ciudad seguía todavía inmersa en la guerra. Me eché a reír, pero ella lo justificó diciendo que todos hablaban entre susurros y explicándome que las paredes, las casas, eran grises y tristes; los lugares, oscuros. Era marzo y el cielo no había abandonado ese color plomizo que mantenía a lo largo de todo el invierno. Lo que mi madre quería era que volviera a casa y que me olvidara de aquella ciudad en la que nadie sabía qué había ido a hacer allí. Pero, ¿por qué te vas al país de la Merkel si tienes trabajo aquí?, solía preguntarme sorprendido mi abuelo. Un inmigrante andaluz que había venido huyendo de la hambruna que causó en su tierra la posguerra no podía entender que viajara por capricho, como el decía. Un colchón namás me traje bajo el brazo, decía. Veníamos tu abuela, tu padre con cuatro años y yo. Y el colchón. No tenían dónde caerse muertos. Un colchón, por lo menos. Y, cada vez que me veía arrastrar una maleta y moverme de aquí para allá, suspiraba diciendo que no entendía estos tiempos modernos. Todos nosotros, por igual, le parecíamos unos niños consentidos, unos señoritingos, murmuraba. No era fácil entenderse con él siendo yo. Todavía recuerdo cómo me eché a llorar en un cumpleaños porque, conforme iba alcanzando los treinta y, sentía que una bestia me acechaba por dentro y él agitó la cabeza diciendo que no entendía por qué lloraba. No fui capaz de hablarle de la bestia entonces. Tenía miedo de que ella afilara los dientes y se instalara también en él para asestarle un último bocado. Él estaba débil, yo aún podía defenderme.



Según por dónde se mire, era sencillo entenderse con él: le gustaba almorzar sardinas o tocino con pan del día anterior, era silencioso y, siempre que llegaba al cuarto de estar, su sillón debía quedar libre. Porque era elsuyo. Aquel mueble denotaba todavía el poder que había sustentado a lo largo de toda una vida. Un poder nimio; el de un albañil explotado que no puede con su alma porque de día trabaja en la construcción para edificar casas para otros y, de noche, construye la suya propia con la ayuda de un par de amigos. El poder de quien llega a casa agotado y vencido y repite con los suyos la jerarquía que ha aprendido fuera.

 

La escritora Natalia Ginzburg también habla de los albañiles al retratar su condición de exiliada. Cuenta que los Abruzos era un pueblo de albañiles en el que había pequeñas villas con dormitorios míseros y vacíos, pero con grandes cocinas oscuras con jamones colgados. Señala que era fácil distinguir a los pobres de los ricos mirando el fuego que habían encendido en cada una de las casas; el fuego de los pobres se había encendido con ramas recogidas una a una del suelo. Era un fuego pequeño y paciente que se consumía con rapidez. En cambio,  el de los ricos contaba con grandes leños de encina que se mantenían encendidos hasta altas horas de la noche.



Impuesto o no, el fuego, la importancia de hacerse con algo de calor en época invernal, es algo que caracteriza a todos los exiliados del mundo. Con la llegada de las primeras nieves, Natalia Ginzburg cuenta que comienza a entrar en todas las casas para calentarse con sus fuegos distintos. Es el calor del hogar el que la aproxima a las vidas de todas esas caras que al principio le parecen iguales y que, después de varios encuentros, acaban relacionándose con esta o aquella anécdota, con este o aquel nombre. Durante mi exilio autoimpuesto en la ciudad alemana, eran la chimenea de encendido para carbón, el horno y las infusiones las que me proporcionaban algo de calor. Un calor templado. Tan tibio que justamente alcanzaba a calentar. El verdadero calor interno me lo proporcionaban los cafés con galletas en casa de I. Siempre nos juntábamos en la cocina y luego nos sentábamos en la mesa del salón para ponernos al día. Un café, un par de galletas y una gata siamesa sobre mis pantorrillas eran suficientes para ponerme a tono y olvidar la nieve que aguardaba a mi regreso.

 

Una vez, vete a saber impulsada por qué idea, salí de casa al amanecer y, cuando levanté la mirada para contemplar el cielo, resbalé al pisar el hielo y caí de espaldas contra el suelo. Otra vez, un señor me dijo en un supermercado Achtung!, señalando el suelo y yo, que no había oído bien qué me decía, me acerqué un poco más y acabé pisando un tarro de mostaza que se había roto, resbalé y volví a caer de un modo bastante ridículo y artificioso. Una semana más tarde de llegar a la ciudad, todo mi cuerpo apareció repleto de eccemas y, dos semanas después, me dio  un tirón en la espalda al intentar mover un mueble. Cuando visité a mi médico de cabecera alemana, tras haber visitado no sé cuántas oficinas y rellenado miles de papeles, esta se echó a reír y me dijo que aquella ciudad no me quería y que debía abandonarla cuanto antes. A mí no me hizo mucha gracia, pero, por un momento, pensé que tenía razón. Acto seguido fui a casa de I. y, al entrar en la cocina y notar ya el calor de la estancia, decidí quedarme un poco más a ver qué pasaba.

 

Y no pasó mucho, la verdad. Aunque sí aprendí que, así como las primeras lluvias o las primeras nieves nos impregnan de una tenue tristeza y nos empujan hacia el interior, las cocinas nos salvan o nos dan un respiro frente a todo eso que dejamos fuera, frente a las garras que arañan levemente la puerta y nos hacen temblar durante un segundo o dos. Lo justo para recordarnos que eh, vale, estás protegida, pero aquí hay algo muy gordo que se alimenta y te aguarda fuera. Cuando nos perdemos y cambiamos imperceptiblemente de rostro, necesitamos que los objetos, las personas y nosotros mismos sigamos pareciéndonos a los que erámos ayer, al menos en nuestras cabezas, para poder reconocernos y relacionarnos con el entorno, con el nosotros.

 

Mi cocina en Berlín tenía una ducha, un horno, dos placas para cocinar, un frigorífico, una ristra de chilis que la casera trajo desde la India (país con el que andaba obsesionada), un montón de tarros diferentes con especias y una pared llena de agujeros que daban a la calle por donde entraban el frío y el viento. La mesa era baja y, para que me entraran las piernas, tuve que calzarla con cuatro ladrillos. Quizás no fuera el lugar más acogedor del mundo, pero era mi cocina y era el único lugar en la casa en el que, en pleno invierno alemán, conseguía que los cristales se empeñaran durante un rato.


Fotografía de mi cocina tomada por Izaskun Gracia

 

Me había mudado con la intención de leer todo lo que no había leído hasta el momento (hay una vergüenza que siempre me acompaña al no conocer este o aquel clásico y al seguir impartiendo las clases de Literatura como si nada, como una impostora), de escribir una gran obra que me convirtiera por fin en escritora (que todavía está por escribir) y con ganas de de vivir algo, no sabía exactamente qué, que me arrancara o desplazara en cualquier dirección. Los pocos inmigrantes españoles con los que alguna vez entablaba conversación (no quería unirme a ellos con el fin de realizar una inmersión lingüística total en el idioma de la ciudad, algo que tampoco llegué a conseguir, porque me pudieron más las ganas de hablar en mi lengua para obtener así algo de calor que de aprender un idioma que ocupaba demasiado espacio en mi cabeza) me preguntaban con avidez cómo había encontrado trabajo, a qué me dedicaba, cuál era mi propósito allí. Cuando les contestaba que me había tomado un año sabático, en plena crisis y fuga de cerebros, me miraban sin llegar a entenderlo. Tampoco esperaba que lo hicieran. Todavía me asombra cómo la idea de tener mucho tiempo libre por delante sin tener una forma determinada de ocuparlo en el desarrollo de una actividad específica conseguía silenciarlos inmediatamente. Estaba claro que su manera de entender el mundo no casaba con aquella idea y dudaban entre clasificarme como privilegiada o tacharme de loca. Cualquiera de las dos conclusiones conseguía ahuyentarlos.



 

Pasaban los meses y no conseguía escribir un gran texto, no avanzaba en el aprendizaje del alemán, no sabía si ponerme a buscar trabajo (porque no tenía realmente claro si deseaba quedarme a vivir allí o no), ni lograba terminarme los libros que ingenuamente me había enviado a mí misma previamente en cajas desde España. Acumulé libros y periódicos en alemán que jamás leí. Tomé libros prestados de la biblioteca que luego nunca devolvía y por los que más tarde tuve que pagar una multa cuantiosa (otra). Las cosas sencillas se convirtieron en una hazaña difícil de afrontar. Todo empezó el día en el que se terminó la leche. En mi imaginación, me duchaba, bajaba de dos en dos las escaleras y me presentaba con rapidez en el autoservicio chino de la esquina para aprovisionarme de pan y leche para el desayuno. Bien, todo esto lo imaginaba sentada en pijama en el sofá[1] azul del salón. Al principio, me sentía optimista: para las 11 am ya habría terminado de desayunar y tendría todavía un buen rato para leer. Pero las horas pasaban y era incapaz de mover un dedo. Se estaba bien en pijama. Bajaría sin ducharme. Tampoco. No lo conseguía. La calle se veía lejos. A un país de distancia. Hacía frío. No tenía ganas de salir. Lo intenté cambiando de perspectiva, imaginándome en una cafetería con un café gigante. Imposible. Mi cuerpo no se movía. Parecía que el sofá, el suelo de madera y la casa me iban engullendo poco a poco. Dos días más tarde, con el pelo grasiento y un olor un tanto enfermizo, conseguí al fin calzarme las botas y bajar, tal cual estaba, a darme un atracón en la cafetería de abajo. Con el estómago lleno, decidí que no volvería a permitir que las horas se sucedieran como lo habían hecho hasta el momento, pero se trataba de una inercia que el tiempo libre que tenía me había imprimido. Era difícil escapar a ella. Esa lucha duró varios meses hasta que volvió a salir el sol.

 

Recuerdo que iba a tomar el tranvía, pero que este se retrasaba un poco. Los alemanes empezaron a protestar. Siempre hacían lo mismo cuando se retrasaba un medio de transporte. Ya estaban despotricando (y oír despotricar a un alemán da mucho miedo) cuando, de repente, se hizo el silencio. Alrededor todo el mundo había cerrado los ojos y, con la nariz apuntando levemente hacia el cielo, sonreía imperceptiblemente. El primer rayo de sol que marcaría el final del invierno me dio de lleno en los ojos. Como reacción, yo también los cerré. Nunca antes había celebrado así la llegada del sol. Cuánto tiempo había pasado a oscuras, bajo una nube permanente. Por la tarde, las cafeterías se habían convertido en heladerías improvisadas y los alemanes comían helado en las terrazas a 6 ºC. Alguien había decidido que el invierno llegaba a su fin.

 

Días más tarde, sentadas en la entrada de un bar y con los ojos todavía cerrados para recibir el tacto del sol, mi amiga I. me contó que si eres escritora inmigrante en Berlín y no escribes sobre tu experiencia del exilio en su país, las editoriales alemanas no te publican. Tienes que haber sufrido la experiencia del exilio y desplegar todas las penalidades vividas para que te escuchen. Sin drama, no hay libro que valga. En aquel momento pensé que yo nunca escribiría sobre el exilio porque mi estancia allí nunca lo fue; se trataba simplemente de un respiro, de un alejarme y mirar las cosas desde la distancia con la seguridad que tiene quien, siempre que desee, puede regresar a la madriguera inicial o a otra. Alguien que sabe que hay dónde volver.

 

Lo que sí escribí fue un poema de despedida que recogía, como la imposibilidad de reencontrarme con el zorro que hallé un día escarbando en las basuras, la imposibilidad de vivir varias vidas al mismo tiempo. Al igual que ocurre entre quienes se saben perdidos y han perdido el rostro, hay poemas que recogen las esquirlas de un cuerpo y ponen con ellas un punto final a una etapa. Una vez que termina el poema, el silencio de la página en blanco anuncia la llegada de algo nuevo o, al menos, de algo cuyo desarrollo futuro se desconoce. Quien se ha mantenido agazapado durante una larga temporada sabe a qué me refiero:

 

 

Teníamos un cuchillo azul y una navaja entre los dientes. Un jersey deshilachado y una lámpara que funcionaba a medias olvidada en Grünbergerstrasse (a estas alturas, comienzan a borrarse los nombres; es pura estrategia, ya sabes, hay calles que salen para que otras entren, como los dedos fuertes de los hombres). Yo no quería regresar; estaba el miedo. Tú trajiste los cartones y comenzaste a montar las cajas. Aquí las manos, aquí el cuaderno, las pelusas de tu ombligo, el silencio. Un hombro. El hielo acumulado en los bordillos. También las tazas. Los chilis que robé a la casera y una foto que birlaste en el último momento. Allí el vacío, los libros de alemán en blanco, las especias: Kreuzkümmeln, Pfeffer, Curry, Soljanka[2]. Incluso el polvo del carbón adherido a la ropa. Yo no quería ir, pero vacíamos la casa de Hufelandstrasse, cerré por última vez la puerta y arrastré los pies hasta el café de la portuguesa.

Ahora no somos tú y yo quienes hornean galletas

conunpistachoenlacumbreporfavor, sino el acordeonista checo y la mujer con una ceja.

¿Sabes qué? Ya no importa.

Nosotros éramos mucho más bellos.

 

Años después de la escritura de ese poema, he vuelto varias veces al portal de Hufelandstrasse (¿número 35?, lo he olvidado). Hace dos veranos volví con I. y, tal y como hago siempre que regreso a la ciudad, fui a comprobar si todavía quedaban restos del pegamento que se quedó adherido al despegar la pegatina con mi apellido en el timbre de la entrada. En efecto, ahí estaba. Como si de un rastro de piel, un hombro, una de mis manos se tratara, la marca seguía ahí. Algo tan sencillo como el pegamento recuerda que una vez estuve allí, en el bloque de casas contiguo a la floristería. En la calle en la que intenté ligar con Daniel Brühl sin resultado alguno, en la calle por la que, melancólica o no, compraba leche, pan integral, tomaba un taza de café gigante, buscaba trabajo o miraba las boutiques pensando que nunca me compraría nada allí.














No puedo remitirme a ella como la mejor época de mi vida, pero sí como la única época en la que, sin trabajo ni dinero ni nada claro en la cabeza, me sentí libre. Con esa condición de anonimato de la que sólo disfrutan quienes han dado la espalda a su ciudad de origen y empiezan a hundir las botas en la nieve de otra que, con el tiempo, también los reconocerá y volverá a apresarlos en el aura que rodea todo aquello que se da por sabido.



[1] Un sofá repleto de manchas blancas que una amiga bautizó como lefotes. Aquí se han corrido a gusto, hazme caso. Eso no impedía que me sentara a diario en él, pero sí que me incapacitó para conseguir relajarme del todo. Siempre que me sentaba entraba en un estado de alerta intentando evitar los continentes blancos que alguien había diseminado sobre el océano del sofá.


 

[2] Manos sosteniendo un tazón contra la nariz roja, helada. Sorprendentemente, se trata de un recuerdo no vivido.

 




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