U2 [yu chu o el último destello]


En una cocina cualquiera de Primerísimo Primer Mundo

A. enciende la radio y calienta el agua para el té porque su médico le ha aconsejado que abandone el café. Se hace vieja, supone (aunque para el resto ya sea una evidencia). Como trasfondo, el relato de una guerra permanente a la que se ha ido acostumbrado y la voz tensa de un tío con cara de iceberg que amenaza a diario con apretar el botón rojo que hará saltar todo por los aires.

 A. duda entre ir hoy a la playa con su hijo pequeño o quedarse en el pueblo mascando ortigas. La indecisión la abruma.

 

B. se enciende un cigarro. Este es el último, se dice. Desde que A. la interrogó sobre el miedo, desde que A. le preguntara qué temes, B. no puede dejar de pensar en el cáncer. Está el dato: una de cada dos personas padece cáncer. Y B. se encuentra barajando probabilidades cada vez que camina junto a alguien por la calle, cada vez que asiste a una comida laboral, familiar, de amigos.

Siempre espera que la lotería le toque al otro. Pero no las tiene todas consigo.

 

C. estuvo cocinando ayer hasta tarde y hoy saldrá pronto de casa para ir al mercado. Quiere comprar el pescado más fresco. Desea que todas sus amigas la alaben al finalizar la comida a la que las ha invitado. Desea que exploten en un orgasmo bucal, si es posible. Que se revuelquen, todas, sobre los platos. Una orgía culinaria, por favor, pide (C. se educó en un colegio de monjas y sabe que el impulso por rezar es meramente algo residual con la que la ha marcado aquella época, lejana ya. El resto de traumas los intuye, pero es incapaz de describirlos). C. sueña con los cuerpos embadurnados con aceite y paella y olvida apagar los fuegos al cerrar la puerta tras de sí.

A su regreso a casa, la casa ya-no-estará.

 

D. se preocupa en exceso por su hijo. Es un padre dedicado, dicen algunas mujeres en el parque. Y él se hincha como un pavo y se siente orgulloso. Pero, al quedarse solo, la angustia lo invade e imagina todas las posibilidades de accidente, secuestro, rapto, enfermedad, muerte que sobrevuelan la pequeña figura de su hijo. Único. Nunca imaginó que encargarse, acompañar en su crecimiento a un ser tan vulnerable fuera así de duro. Nunca imaginó la de veces que debería dominar las ganas de propinar un golpe, de sacudirlo, de empujarlo contra las vías del tren, de encender la tele con una de sus películas favoritas y dejarlo ahí, solo, y abandonarlo. Para volver a ser lo que era: un adulto, indivisible, ansioso, neurótico, libre y, por qué no, también vulnerable.

 

Cuando D. se sorprende pensando en todas estas cosas y en masacres infantiles globales, siente náuseas y se acerca corriendo hasta su hijo para fundirse  con él en un abrazo y que, en silencio, de algún modo, lo perdone.

Pero su hijo siempre lo rechaza.

 

 


 

E. se pregunta, sosteniendo una vez más el móvil sudado entre las manos, si tiene que ser ella quien mande un mensaje o esperar a que él le responda. Mientras tanto, por hacer algo, sigue mirando los perfiles de la aplicación en la pequeña pantalla. Todos le parecen guardia civiles, psicópatas asesinos y violadores y no se decide. Junto a ella, su hijo adolescente ha dado veinte likes seguidos sin ni siquiera leer la información que los dueños de esos perfiles habrán escrito en algún momento del pasado. Los adultos tenéis demasiados filtros, ama. Estás perdiendo el tiempo. Y E. piensa que ella no está hecha para esto, que echa de menos eso de mirar a la gente a la cara y de encontrarse de vez en cuando en un bar o en la escuela de idiomas e ir viendo. Que todavía recuerda cuando X. y ella se escapaban del curro para morrearse en un parque y se siente una vieja nostálgica mirando un álbum de fotos de gente muerta.

Una vieja de esas en sepia.

 

F. no sabe qué hacer con el cuadro gigante que ha birlado de la expo de su ex. En la pantalla de su IG encuentra el anuncio de un taller que Paula Bonet impartirá en Islandia y, por un momento, cree que sería una buena opción irse lejos dejando la casa así, vacía, con el cuadro en el centro del salón. Siempre había fantaseado con robar uno de esos cuadros, aunque sea para ahorrar en gasolina y no tener que ir, impulsada por una fuerza que por ahora es incapaz de definir, de manera intermitente, a cada una de las expos que monta su ex por el mundo. Pero ahora que tiene el trofeo entre sus manos (ya puestas, F. ha robado el mejor), no sabe qué hacer con las visitas. Un cuadro de esas dimensiones es difícil de esconder en una casa de 30 M2.

 

El gallo que canta sobre el tejado de A. vuelve a cacarear.

Hace tiempo que dejó de observar a los humanos.

Lo aburren.

Con su posibilidad de necrosis y sus ganas de huir a todas partes.

Y mientras picotea algo de grano, piensa que lo importante no es cuál de las uñas se nos ha roto, sino qué hacemos con la parte de escombro que nos ha tocado.

 

 

(Cualquier parecido con la realidad, es puramente casual).

 

 


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