Ese instante


Esta mañana se ha mudado a la ciudad, pero el olor del lago la ha seguido y ha impregnado las paredes de la casa. Le cuesta respirar. Las esquinas le estrangulan las sienes.

 

B. le ha hablado de una planta que mitiga la angustia inicial de las personas que abandonan el campo y van a vivir a la ciudad. Ella ha levantado las cejas incrédula mientras B. le recetaba las gotas. Es obediente. Se las tomará por mucho que conteste burlona.

 

B. conoce la ciudad metálica y el cuerpo desmadejado de ella. 

Conoce los tiempos. 

Sabe que le llevará unos meses.

 

A ella le apetece contarle realmente por qué ha ido hoy a verla. 

Esta soy yo, la que ves en la foto, ha querido decirle. Así, bocabajo, es como cuelgan ahora las noches.

Los días.

Que en el libro de L. ha subrayado la frase “Es la vida de los perros”, le ha querido contar. 

Pero, como era de esperar, no lo ha hecho.

 

Más tarde ha hablado con P. y le ha dicho que aquí ya ha entrado el invierno. La lluvia. En P. hay dulzura y ternura. Han estado un rato juntos y se han reído. De las comisuras cuelgan todavía restos de timidez.

Y ese temblor.

 

Ella arrastra ahora el hueco que, tras el paso de los días, ha dejado la boca de él en ella. El rastro plateado aparece intermitente como sólo lo hace un recuerdo reciente; con insistencia. Eso a veces la pone triste. Pero la tristeza siempre ha sido una ficción (un planeta al que regresar de vez en cuando), a pesar de que es consciente de que no volverá a tocarlo.

 

Que la curva del brillo se emborronará clavado ya dentro, como ocurre con los seres inmaculados, la nieve o todo lo que nadie pisa todavía ni mancha impregnándolo de barro.

 

Convierte ahora el destello en un guijarro de tanto hacerlo girar entre los dedos. 

La noche la alcanzado y las luces que atraviesan la ventana la sorprenden una vez más así:

perdida la mirada

embobada

con la frente apoyada contra el muro

y la mano inservible incapaz de mantener el peso

[ese peso].

Es entonces cuando arrastra su lengua,

mortífera, y la pega al yeso del muro.

Una mueca da paso a un gemido

y la saliva se le agolpa tras los dientes.

Escupe.

Últimamente sólo es capaz de hacer eso.

No se le da mal.

Algo es algo.

 

Acto seguido,

los párpados descienden

y se adentra en lo denso.

No hay camino,

pero la oscuridad la apuntala

bajo la ropa

y después

la despedaza

con sus manos ágiles y huesudas.

 

Ella también conoce los tiempos,

pero son los espacios vacíos los que se arquean

y ahuecan

el lomo de la liebre

que corre en ella,

su intuición de paisaje.

 

Cree que, cinco lobos atrás,

estuvo en esa misma itersección.

 

Al fondo,

un espejismo.


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