El lenguaje del hielo

 

 

 


 

R. me habla de raíces y de vínculos y, al escucharla, retiro los restos de musgo que llevo enredados en el pelo. Hoy he ido al río con O., que es bióloga y trabaja en un estanco en el que los clientes le piden cosas extrañas y ella ríe. Me cuenta, mientras agarra la hoja de una parra silvestre y me la enseña, que una señora entró hace unos días en el estanco en busca de una funda para la nariz porque su hija pasa mucho frío por las noches y su madre, sacrificada ella como la mayoría de madres, que parece que las hacen con patrón (digo “las” porque me cuesta mucho sacrificarme así, a lo loco, por una persona, por muy menuda que sea), lleva más de una semana recorriendo plazas, estancos y ultramarinos en busca de una funda para la nariz helada de su hija. Y yo entonces imagino un glaciar en en medio del rostro de esa mujer. Quizás sea porque estos días leo Pensar como un iceberg, el libro que compré hace unos días y que O. me regaló ayer o quizás porque el hielo se ha colado entre las teclas o puede que la ausencia de H. haya dejado una estela fría al final de estos días tan calurosos. No lo sé. En cualquier caso, imagino ese glaciar del que habla Olivier Remaud en su libro al citar al naturalista John Muir, que se pateó Alaska en varias ocasiones como buen apasionado de los glaciares que fue. Remaud, a través de Muir y de mí ahora, habla de un lugar del que <<mana un océano Ártico en miniatura, con sus olitas semejantes a cortinas de agua, que juegan murmurando contra los precipicios helados y sus pequeños icebergs a la deriva, empujados por las corrientes o por el viento, para encallar aquí o allá en la orilla de una morrena>>. Después, Remaud deja su macuto, planta la tienda y empieza a colocar cuidadosamente sus cosas y sus víveres. Luego se dispone a acostarse para dormir. De pronto, oye un ruido de trueno. Se levanta, trepa hasta lo alto de la morrena y se detiene, estupefacto ante la escena: <<el ruido terrible que acaba de oír era el grito de un iceberg recién nacido, de quince a veinte metros de diámetro, que se balanceaba y se hundía entre las olas que levantaba al desprenderse el glaciar —un grito explosivo, triunfante, como si por fin gozara de libertad tras haber efectuado ese largo, interminable, trabajo de desmembramiento—>>. 

 



 

 

Tras copiar este fragmento, debería callarme ante la invasión del pasaje glaciar que se abre paso por la mente, pero, esta tarde, mientras buscaba junto a O. los rastros de una comunidad de castores en el soto, no puedo evitar volver a la idea de la que me hablaba R., a la idea de que todo es temporal (y qué esperabas, me dice A., si la vida es temporal) y de que las personas van y vienen, están y nos acompañan durante un rato y luego ya, a la mayoría, las dejas ir. Por mucho que insistas en que se queden. R. sigue hablando y me dice que, después de todo, por mucho que esas personas se emborronen, dejan raíces aquí dentro y que todas estamos habitadas de relaciones, raíces y duelos que se extienden como un árbol, que todo el rato somos icebergs recién nacidos gritando un ruido interminable y largo, aproximándonos para desmembrarnos mas tarde

y que, después de todo,

algo,

lo que sea

impregna

y queda.

 


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