CARTA A MI YO DE LOS 30




 

 

[the hunter is out

no, the hunter is you]

 

 

Como si de verdad esta certeza jamás hubiera exixtido:

que uno tiene hijos para vivir con ellos, para verlos crecer,

para que estallen, en un intenso ritual de amor y de

cansancio,

en medio de toda la rutina.

Que la palabra hijos no es la palabra ausencia.

Lara Moreno
 

 

Carta a mi yo de los 30:

 

No seas madre, tía. No la líes. La maternidad feliz es una patraña. No te lo creas. Desconfía de los que te digan pero al final, compensa. No compensa ni-de-co-ña. Adoras a tu hijo, pero la maternidad es horrible y te pasas la vida intentando conciliar esos dos sentimientos contrarios: el amor por el hijo con la maternidad altruista de los cuidados y el dar desinteresado. Tú, que siempre te has dejado llevar por el placer, tú que no quieres esforzarte mucho por nada, tú que has venido al mundo a comer, a escribir, a beber, a bailar, a follar y a viajar. Tú, no seas lerda y pasa de ser madre que a ti, al menos a ti, no te compensa.

Mira, tú en realidad nunca has querido ser madre. Te lo voy a explicar como si ahora tuviera 40 años y te hablara desde la perspectiva que aportan las horas sin sueño y el cansancio sin límites:

Yo nunca quise ser madre. Hasta los 30 era una persona más o menos feliz. Con sus crisis, sus dudas y sus debilidades. Muy frágil, eso sí. Muy Ay, es que todo te sienta siempre mal y hay que tener un cuidado contigo... Vale, sí, pero no experimentaba esa angustia-comadreja que comencé a experimentar pasados los 31 y que se convirtió en algo acuciante alcanzados los 35. Comencé a escuchar la retahíla de frases que todas las mujeres escuchamos una y otra vez y que se impregnan como una baba en nuestra rutina, como si esas palabras formaran parte de nuestro ADN. No voy a escribirlas porque muchas otras las han escrito con anterioridad y porque no me apetece repetirlas porque siempre habrá un absurdo, un dolor chico y terco encerrado en esas frases.

Con o sin frases, sentía una urgencia desconocida hasta el momento por llegar a un desenlace y quitarme el asunto (el asunto) de encima: ¿quiero ser madre o no? Yo qué sé. A día de hoy, todavía no sé si quiero, pero la cosa ya se ha liado y no hay marcha atrás. Después, me enamoré de I., a quien, según las malas lenguas, lié para que tuviera un hijo conmigo (qué sencillo resulta todo desde la óptica de la mirada ajena) y luego ya I. decidió suicidarse y me quedé sola con un hijo de cuatro meses y con una maternidad recién estrenada. Pero no como quien estrena un vestido, no. No de esa forma, no. Me refiero a la otra: a la cabrona, a esa que, en pleno descubrimiento, tira de tu pecho hacia el frío, se encapsula en un iceberg y hace su credo. Para la fotógrafa polar Camille Seaman, los icebergs viven historias singulares y tienen su propio carácter. Su deriva, dice, está entretejida de momentos dramáticos. Algunos <<se niegan a abandonar y resisten hasta el final, mientras que otros no pueden más y se derrumban con un espectáculo conmovedor>>. A mí, que siempre me ha podido el espectáculo y la farándula, me dio por la segunda opción, claro. De mi mente a mi boca y vuelta sólo cruzaba una frase: pero qué coño.

De ese mismo coño, ahora maltrecho, había nacido un niño al que yo alimentaba como una vaca, como un animal perdido que no se atrevía a cruzar la línea divisoria entre el corral y el prado porque una vez la había cruzado y mira la que se había liado.

No se me da bien jugar. A pesar de que me considere una persona creativa, no sé jugar, me aburro jugando con camiones volquete, con retroexcavadoras, con bulldozers y con todo tipo de medios de transporte de plastilina. Nunca pensé que, para ser madre, tendría que conocer todos los nombres de los vehículos que van sobre ruedas. Que tendría que aprender a distinguir entre un tren de cercanías, un tren peruano y uno de mercancías. En el manual de Buenas prácticas para ser madre no lo ponía. Y en las clases de preparto sólo preparamos eso; el parto. Nada más. De hecho, fui súper obediente, porque en el parto mi cuerpo decidió pasar por todas las fases horribles que tenía claro que yo iba a evitar porque a mí todo eso no me va a pasar, que soy una persona con suerte. Pues no. Y cuando digo todas las fases, me refiero a todas las fases (excepto la cesára oh, gracias Señor por ahorrarme esa) que no voy a describir porque más de una vez he comenzado a describirlas y me he encontrado con un ahora no o con uf, me estoy mareando, qué agobio, que aquí todos somos muy valientes hasta que se nos rompe una uña. Uh.

No se me dan bien las manualidades, no se me da bien coser disfraces, ni ponerles voces diferentes a los peluches. Tampoco sé hacer pasteles ni postres divertidos.

Tampoco sabía que siendo madre me iba a sentir tan aislada, tan sola, y tan cuidada y escuchada a un tiempo. Ahora no sé moverme ahí. Ahora hay personas con las que sí y otras con las que no. Y otras con las que durante un tiempo, a veces, hoy sí, mañana no puedo, te llamo en un mes y si eso ya follamos. Y a veces me quedo en medio pensando cómo o qué o con quién. Tampoco sabía que iba a sentir tanto miedo por alguien, ni que era capaz de convertirme en una bestia salvaje para proteger a ese alguien. Porque, creedme, una vez estuve encerrada en una jaula y no me quedó otra que convertirme en bestia salvaje y todavía recuerdo los colmillos creciendo con fuerza y el latido en la sien. A mí ya no me sopla nadie. Porque sé que dentro hay eso. Esa. Todas las noches, al ponerme el pijama, consigo amansarla un poco. Le hablo. Le digo: estate quieta, anda. Y ella cierra sus ojos inmensos y la noche avanza sobre nosotras.

Sé querer. En eso, creo que soy generosa, aunque a días me sienta una rácana. Sé fustigarme y soy capaz de sentirme la peor persona del mundo en un segundo, también la más frágil, la más vulnerable, la más pequeñita. Sé bajar y ponerme a la altura de una persona pequeña. Empatizo y resuelvo. Me duele ver a otra persona dolerse y temblar. Sobre todo si es un niño, una niña, une chiquille. Sobre todo si es O. A veces la vida (me) arrasa e intercepto las ganas de romperme ahí delante y llorar. Otras, dejo que vea. Dejo que O. vea y entienda que las personas se rompen y las cosas también. Y que no pasa nada, porque, tal y como dice ahora todo el mundo, hacemos lo que podemos. Yo no, yo creo que a veces podría más, pero me canso y huyo y me escondo. Incluso he llegado a esconderme y encerrarme en el baño para mirar el móvil y sujetarme a él como un salvavidas (ya ves, todo lo contrario), como un avestruz que sumerge la cabeza en la bañera y sólo quiere hacer burbujas. 

A pesar de todo, soy madre, profe, guapa, inteligente, escritora y persona e intento no perderme en el esfuerzo. Sobre todo, en el de ser guapa, porque cuesta mucho mirarse en el espejo los días impares (los pares los dedico a correr porque no llego a nada) y sobreponerse a la belleza, al impacto que causa mi reflejo de señora pibón de 40 años en mí. A veces bailo en la sala de A. para contrarrestar la presión, otras veces camino por el bosque, me tropiezo conmigo misma y me hago un esguince y, cuando tengo suerte, me enrollo con alguien y disfruto. Y luego ya pues me engancho. Qué le vamos a hacer. A veces me queda resaca y la llevo como puedo y otras veces va pasando el tiempo y yo qué sé. 

Lo que sí sé es que a O. lo amo con locura (esto es una certeza, creo) y sé también que es en el espacio de la lectura compartida donde realmente nos encontramos y hablamos, nos miramos y nos reconocemos. También en el ritual de besos de la mañana antes de marcharme al instituto (beso de esquimal hacia la derecha, beso de esquimal hacia la izquierda, hacia arriba y hacia abajo, un beso de mariposa en la mejilla derecha y otro de mariposa morada, así lo llama O., en la derecha). Apunto todas las frases que O. lanza al cabo del día en un cuaderno pequeño con la ilustración de Frida. Es un cuaderno que la chica de la fotocopiadora, la que habla mucho y es maja, cose a mano. Me gusta por su sencillez. Porque me recuerda cómo tiene que ser la vida y cómo es O. Hace poco, S. (hola, S., te echo de menos, aprovecho para saludar) me dijo que, en realidad, no escribo a pesar de la maternidad, sino que la maternidad también ha cambiado mi modo de ver las cosas, la escritura, que, de alguna manera, abre mundos. O sea, que suma en lugar de restar. Yo no lo tengo tan claro, porque me paso el día intentando arañar horas para conseguir escribir algo decente. Pero es verdad que ahora escribo en parte para contarle mi, nuestro, mundo a O., para dejar grabadas algunas cosas aquí, a la altura del folio, porque tengo muy mala memoria y hay cosas que quiero guardar en una cajita para mostrárselas a O. más adelante y decirle mira dentro, que verás a la loca de tu madre hablando sin filtro hace unos años.

Hay muchas variaciones, pero, si me dieran la oportunidad de echar marcha atrás, nunca escogería ser madre. Eso lo tengo claro. Pero entonces O. no existiría y yo nunca habría querido tanto tanto tanto a nadie. Nunca habría sentido esta ternura infinita y no estaría tan habitada por dentro. Tan desdoblada. Tan llena de raíces y de caminos y de metáforas.

Y ahí lo dejo, porque me doy cuenta de que no sé que decirle a mi yo de los 30. Puede que, simplemente, sea esto: vive. Y que venga lo que venga, porque, por mucho que separes en tu búsqueda las etiquetas con comillas, no hallarás sugerencias que coincidan.

 

Del poemario inédito Nadie piensa en la nieve

 

 

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