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 I

Escribe en la sala negra.

Sentada sobre la tapia.

Bebe vino.

Es el vino que no halló cuando se dirigía al encuentro con H.

Cuando quería que todo fuera genuino, perfecto, inolvidable

como el brillo de un anuncio el día del estreno.

Cree que lo fue.

Lo lleva escrito en las manos.

En la boca.

Todavía le sorprende ver las marcas cuando se mira de pasada frente al espejo del baño

[siempre de pasada, últimamente no hay tiempo].

Guarda las marcas a buen recaudo

para que nadie las vea.

Son suyas.

Esto no se lo van a quitar.

Es algo que ella ha hecho a espaldas del mundo.

Encerrada junto a él.

Fue su mundo.

El que sostuvieron en la distancia que mediaba de él hacia ella

de ella hacia él.

Duró poco.

O eso le pareció entonces.

Nunca ha sido capaz de calcular cuánto dura exactamente un mundo.

Desconoce su alcance. Su órbita.

La forma que cobrará más tarde.

Por eso, la necesidad de habitarlo y arraigar en él.

Aunque sea durante un instante más o menos largo.

Más o menos elástico que ella estira y estira

recorre sin descanso 

hasta caer agotada.

 

Ahora abre el armario y toma el vino que H. no llegó a probar.

Lo vierte en la copa como quien deja caer algo con peso.

Un osario.

Recuerda la voz de su hijo preguntando

si las vacas tienen huesos.

No sabe qué le ha dado últimamente con eso,

con los huesos,

puede que fuera el libro que el otro día leyó A.,

pero desde esa noche en Huesca, no deja de preguntar por los huesos.

Y por los pájaros

[¿adónde van los pájaros?

¿tengo yo un pájaro en la tripa?

¿de dónde viene?

¿y qué dice la tripa?].

Y por los muertos.

Por los muertos pregunta mucho.

Pero no entiende.

O eso (se) dice ella.

A pesar de que un niño siempre entiende.

Lo que sea.

Quizás no lo de ella.

Pero entiende.

Algo, al menos, sí.

[¿ella lo entiende?]

 

Hablan.

Comen fresas.

Él las devora y, al terminar el plato, con la boca chorreándole zumo rojo,

ríe y dice me las he comido todas ya no hay para ti.

La madre sonríe y piensa que su hijo, el que no entiende, 

acaba de resumir en un círculo perfecto

el enigma de la maternidad.

La madre, vestida con un vaquero que cubre las marcas de H., escucha a su hijo

mientras se frota la pierna y recuerda una lengua surcando sus pulmones

[hasta ahí llegó el aliento de él,

cree,

hasta ahí la invade todavía su eco

y ella se deja hacer,

dócil].

 

Hijo: un pájaro se ha muerto y luego vuela.

Como el ratoncito muerto que luego se fue.

 

Madre: pero el ratoncito estaba muerto,

no se fue. Supongo que se lo tragó la tierra

 

[esta explicación la hace dudar;

no sabe si a partir de ahí, instalará la pesada cabeza del miedo sobre las manos del hijo

no sabe si su hijo evitará a partir de ahora

pisar la tierra,

que es un poco lo que le pasa a ella de un tiempo a esta parte].

 

Hijo: supongo, supongo, que el pájaro ha muerto y luego ha volado.

 

Madre: pero si muere una vez, luego ya no revive.

No puede.

 

Hijo: que no, que se ha muerto y luego ha volado.

Lo he visto.

 

Madre: yo creo que el pájaro se ha muerto, se lo ha tragado la tierra como si fuera una fruta y luego se ha convertido en flor.

 

Hijo: mira, de esa flor amarilla sale un pájaro y vuela.

 

Ella no ve ningún pájaro, pero tampoco ve las marcas que le hizo H. 

a pesar de intuirlas a través de la tela,

así que asiente y responde que sí, que el pájaro está ahí, 

a punto de iniciar el vuelo.

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