LO QUE (ME) ROMPE

De lo que no da cuenta a S. ni a O. es de la pena que la arrastra

y la atraviesa desde hace unas semanas.

 

Quiere mantenerlos al margen.

 

Ofrecer una burbuja, un rincón seguro alejado del mundo,

una concha de caracol, para O., para S.

 

Salvarlos.

Proteger su risa.

Las ganas.

Que no sepan.

Que no lloren por dentro como ella y sientan luego el vacío de lo que ha contenido algo antes.

Que no lloren por fuera, a veces, en silencio, como hace ella cuando no la ven y ella se retira las lágrimas con el dorso de la mano y se sorbe los mocos como O. que ahora tiene catarro y tose.

 

No les quiere hablar de la trata, de la fila de gente inmunda que aguarda como ave de rapiña que otros, hermanos, hermanas, idénticos a ellos, caigan. Para enredarlos en una tela de araña que los haga más y más ricos.

 

[no, idénticos no; la piedra instalada que ahoga un corazón no podría compararse a aquel que late desenfrenado, lleno de vida. ]

 

 

Los buitres planean y sueñan con navegar en un yate o lanzarse en picado desde lo alto de un rascacielos que ahora les pertenece.

 

Lo que no saben es que las bombas también arrasarán su fortuna

que se lo arrebatarán todo y se desharán de ellos como quien se quita un bicho que acaba de aplastar con la uña.

Así, casi con asco.

Hace tiempo que dejaron de ser algo, alguien.

Hace tiempo que alguien dispuso su lápida con su nombre inscrito en ella.

 

En la escuela sus alumnos le hablan de la guerra.

La interrogan.

Tienen miedo.

Tienen miedo de ser los próximos en el punto de mira.

Ella les pregunta por los otros.

Por los que ya han instalado sus vidas en el centro del conflicto.

Ellos responden con empatía,

pero los ven lejos.

La tele, la red, como un muro que los separa del horror

que estalla cerca, a unas horas de viaje en coche.

 

 

Ella decide que los hará reír.

Esa será su baza.

Su revuelta.

La risa.

Ahora que todos han dejado ya de reír.

 

Ofrece un espacio. Hablan.

Se abrazan con palabras.

Por ahora, sienten que es lo único que pueden hacer.

Pueden hacer más, lo sabe, pero no encuentra el cauce.

Nunca hay un cauce abierto cuando es el sistema, el poder,

quien aprieta y declara la guerra.

Por eso, toca abrir cauce, grieta,

gargantas,

cientos de gargantas gritando,

jaleando.

 

Ha decidido que su arma será la risa.

Aunque por dentro se arrugue y sienta miedo tras ver el vídeo que J. le ha mostrado sobre la guerra,

aunque sienta dolor al ver al hombre con una boina dentro de su casa diciendo que hace dos semanas la gente compraba casas en Ucrania, daba de comer a sus hijos en Ucrania, iba a trabajar en Ucrania. Había columpios. Había cafés abiertos, dice, enteros, erguidos, cafés en los que la gente se sentaba a mirar(se) como lo hacían S. y ella hace ya unas semanas.

 

El hombre, la boina, señala su pared desconchada. La han reventado.

La casa en la que vivía. La han reventado. Su mujer, en un ataúd.

También la han reventado.

No hay cimientos

asidero

con los que enfrentar ahora este mundo en el que deseo a S. y veo crecer a O.

 

¿Qué mundo nos habéis dejado?, ha lanzado X. en clase.

Le han entrado ganas de decirle que ella no lo he dejado nada, que ella no posee nada, sólo su voz, sus manos con las que tocar, abrir un surco posible, sus piernas para correr y esconderse lejos, que ella nunca le habría hecho esto, que lo quiere, que la deje al margen. Que ella no es de esos. Que buscará un búnker en el que protegerlo de los picotazos mortales de los buitres.

 

Pero a veces duda y se cuestiona hasta qué punto tiene que ver con ella.

Hasta qué punto ha sido ella también una loba para el hombre.

 

Hasta ese punto la hacen dudar.

Aunque no tenga nada que ver con esto.

 

[¿no?]

 

Ella, la humana

[que ya es decir mucho],

ella, la madre, 

sufre por el mundo que le queda a su hijo, 

por el mundo que le gustaría atravesar con S. 

y por el mundo al que salen, a la de ya, sus alumnos nada más escuchar el timbre.

 

Ni siquiera se llama Anna Ajmátova para decir mientras hace cola a las puertas de la cárcel durante diecisiete meses que puede dar cuenta de todo lo que está pasando. No se siente capaz de escribir un réquiem por un mundo agotado que delira a las puertas de algo que no desea nombrar.

 

Pero tampoco va a quedarse muda,

claro.

 

Por eso, hoy invadirá el mundo con su risa, la hará cabalgar desbocada para que su eco se repita allá donde vaya.

 

Tensará sus oídos de perra alerta para escuchar y después narrar. 

Hay muchas voces como la suya. 

Lo intuye.

Lo sabe.

Imaginad si un día, en mitad del campo de batalla, todas esas voces ahí 

delante.

 

Imaginad si de repente, un día, todas, al unísono, en mitad de un bombardeo, 

gritan haciendo recular a una bomba, a una bala, 

al dedo de un deshumano que aprieta 

un botón rojo.

 

Porque es sólo eso, un hombre gris salido de Momo al mundo real,

un deshumano, un jirón, un puto despojo.

Y, como todo lo roto,

una amenaza, un peligro.

 

Algo que hay que aplacar con urgencia

antes de que sea demasiado tarde.

 

Aunque hace tiempo que ya es demasiado tarde

y, por mucho que ella se dé de bruces contra el papel en blanco, 

no encuentra un final optimista para este paisaje en ruinas

que es a veces el mundo 

en el que otras lumbres, como ella,

brillan

                                                                              y se agitan.

 

[no, idénticos no; la piedra instalada que ahoga un corazón no podría compararse a aquel que late desenfrenado, lleno de vida. ]

 

 

Los buitres planean y sueñan con navegar en un yate o lanzarse en picado desde lo alto de un rascacielos que ahora les pertenece.

 

Lo que no saben es que las bombas también arrasarán su fortuna

que se lo arrebatarán todo y se desharán de ellos como quien se quita un bicho que acaba de aplastar con la uña.

Así, casi con asco.

Hace tiempo que dejaron de ser algo, alguien.

Hace tiempo que alguien dispuso su lápida con su nombre inscrito en ellas.

 

En la escuela sus alumnos le hablan de la guerra.

La interrogan.

Tienen miedo.

Tienen miedo de ser los próximos en el punto de mira.

Ella les pregunta por los otros.

Por los que ya han instalado sus vidas en el centro del conflicto.

Ellos responden con empatía,

pero los ven lejos.

La tele, la red, como un muro que los separa del horror

que estalla cerca, a unas horas de viaje en coche.

 

 

Ella decide que los hará reír.

Esa será su baza.

Su revuelta.

La risa.

Ahora que todos han dejado ya de reír.

 

Ofrece un espacio. Hablan.

Se abrazan con palabras.

Por ahora, sienten que es lo único que pueden hacer.

Pueden hacer más, lo sabe, pero no encuentra el cauce.

Nunca hay un cauce abierto cuando es el sistema, el poder,

quien declara la guerra.

Por eso, toca abrir cauce, grieta,

gargantas,

cientos de gargantas gritando,

jaleando.

 

Ha decidido que su arma será la risa.

Aunque por dentro se arrugue y sienta miedo tras ver el vídeo que J. le ha mostrado sobre la guerra

aunque sienta dolor al ver al hombre con una boina dentro de su casa diciendo que hace dos semanas la gente compraba casas en Ucrania, daba de comer a sus hijos en Ucrania, iba a trabajar en Ucrania. Había columpios. Había cafés abiertos, dice, enteros, erguidos, cafés en los que la gente se sentaba a mirar(se) como lo hacíamos S. y yo hace ya unas semanas.

 

El hombre, la boina, señala su pared desconchada. La han reventado.

La casa en la que vivía. La han reventado. Su mujer, en un ataúd.

También la han reventado.

No hay cimientos de la trata, de la fila de gente inmunda que aguarda como ave de rapiña que otros, hermanos, hermanas, idénticos a ellos, caigan. Para enredarlos en una tela de araña que los haga más y más ricos.

 

[no, idénticos no; la piedra instalada que ahoga un corazón no podría compararse a aquel que late desenfrenado, lleno de vida. ]

 

 

Los buitres planean y sueñan con navegar en un yate o lanzarse en picado desde lo alto de un rascacielos que ahora les pertenece.

 

Lo que no saben es que las bombas también arrasarán su fortuna

que se lo arrebatarán todo y se desharán de ellos como quien se quita un bicho que acaba de aplastar con la uña.

Así, casi con asco.

Hace tiempo que dejaron de ser algo, alguien.

Hace tiempo que alguien dispuso su lápida con su nombre inscrito en ellas.

 

En la escuela sus alumnos le hablan de la guerra.

La interrogan.

Tienen miedo.

Tienen miedo de ser los próximos en el punto de mira.

Ella les pregunta por los otros.

Por los que ya han instalado sus vidas en el centro del conflicto.

Ellos responden con empatía,

pero los ven lejos.

La tele, la red, como un muro que los separa del horror

que estalla cerca, a unas horas de viaje en coche.

 

 

Ella decide que los hará reír.

Esa será su baza.

Su revuelta.

La risa.

Ahora que todos han dejado ya de reír.

 

Ofrece un espacio. Hablan.

Se abrazan con palabras.

Por ahora, sienten que es lo único que pueden hacer.

Pueden hacer más, lo sabe, pero no encuentra el cauce.

Nunca hay un cauce abierto cuando es el sistema, el poder,De lo que no da cuenta a S. ni a O. es la pena que la arrastra

y la atraviesa desde hace unas semanas.

 

Quiere mantenerlos al margen.

 

Ofrecer una burbuja, un rincón seguro alejado del mundo,

una concha de caracol, para O., para S.

 

Salvarlos.

Proteger su risa.

Las ganas.

Que no sepan.

Que no lloren por dentro como ella y sientan luego el vacío de lo que ha contenido algo antes.

Que no lloren por fuera, a veces, en silencio, cuando no la ven y ella se retira las lágrimas con el dorso de la mano y se sorbe los mocos como O. que ahora tiene catarro y tose.

 

No les quiere hablar de la trata, de la fila de gente inmunda que aguarda como ave de rapiña que otros, hermanos, hermanas, idénticos a ellos, caigan. Para enredarlos en una tela de araña que los haga más y más ricos.

 

[no, idénticos no; la piedra instalada que ahoga un corazón no podría compararse a aquel que late desenfrenado, lleno de vida. ]

 

 

Los buitres planean y sueñan con navegar en un yate o lanzarse en picado desde lo alto de un rascacielos que ahora les pertenece.

 

Lo que no saben es que las bombas también arrasarán su fortuna

que se lo arrebatarán todo y se desharán de ellos como quien se quita un bicho que acaba de aplastar con la uña.

Así, casi con asco.

Hace tiempo que dejaron de ser algo, alguien.

Hace tiempo que alguien dispuso su lápida con su nombre inscrito en ellas.

quien declara la guerra.

Por eso, toca abrir cauce, grieta,

gargantas,

cientos de gargantas gritando,

jaleando.

 

Ha decidido que su arma será la risa.

Aunque por dentro se arrugue y sienta miedo tras ver el vídeo que J. le ha mostrado sobre la guerra

aunque sienta dolor al ver al hombre con una boina dentro de su casa diciendo que hace dos semanas la gente compraba casas en Ucrania, daba de comer a sus hijos en Ucrania, iba a trabajar en Ucrania. Había columpios. Había cafés abiertos, dice, enteros, erguidos, cafés en los que la gente se sentaba a mirar(se) como lo hacíamos S. y yo hace ya unas semanas.

 

El hombre, la boina, señala su pared desconchada. La han reventado.

La casa en la que vivía. La han reventado. Su mujer, en un ataúd.

También la han reventado.

No hay cimientos


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