ENVUELTA EN LLAMAS
Desde que pulsaron el interruptor, no he dejado de brillar.
Vine al mundo a deslumbrar.
Mi madre siempre contaba que, en realidad, éramos polvo de estrellas.
Pero yo sabía que éramos simples motas de polvo por naturaleza: anodinas. Grisáceas.
Lo
que despistaba y nos diferenciaba de las motas de polvo que alguien
puede encontrar, por ejemplo, sobre el televisor, era que todas las
motas de polvo eyectadas en el haz de una bombilla refulgen. Y, claro,
ese brillo que tienen los cuerpos en movimiento de la luz, comparado con
los cuerpos inmóviles que descansan en la sombra, tiene las de ganar.
Está claro. Por eso siempre hemos tenido aires de grandeza.
Mi
madre nunca llegó a entender que lo nuestro era un mero golpe de suerte
y, en su ignorancia, se empeñaba en darme ranúnculos para desayunar
porque decía que los botones de oro, así los llamaban en su pueblo, te
hacían brillar más aún. “De lo que se come, se cría, hija mía”, decía y
me volvía a llenar un tazón de ranúnculos cada mañana. Estas cosas las
conseguía por encargo, de extraperlo, pero nunca sorprendí a nadie
entragando las flores.
Lo
que peor he llevado siempre han sido los veranos; el calor del sol se
une al del interior de la bombilla y, entonces, crees morir mientras
chisporroteas un poco y piensas que te vas a derretir de un momento a
otro.
Desconozco
mi edad exacta porque, desde que nací, he pasado mis días dentro de
esta bombilla, por lo que no he podido contrastar datos sobre mi
existencia consultando Internet o una enciclopedia (he sabido de estas
cosas de oídas). Se cree que las bombillas se formaron hace 4500
millones de años, cuando nació el Sol. Por pura envidia. Por mera
competencia.
La
mayoría de motas de polvo que habitan la bombilla no son mayores que
las motas de humo de un cigarrillo. Eso sí, la mayor mota de polvo
detectada, mi tía Gloria, pesaba 40 miligramos. Se calcula que la
partícula que dañó la bombilla y nos dejó a todas a oscuras, debía pesar
20 gramos. Nadie sabe de dónde vino ni quién decidió lanzarla. Ni
siquiera si era una pequeña bola de nieve o una piedra diminuta. Lo
único que percibo ahora, tras el impacto, es una oscuridad densa y una
estructura gélida que se extiende a mi alrededor. No sé dónde está el
resto, pero la soledad no me asusta. Siempre hemos vivido hacinadas y
ahora puedo pasear a mis anchas.
Al
contrario de lo que pudiera parecer, no tengo miedo. La Tierra está ahí
fuera, preparada para ser explorada. Me siento intrépida, así que, paso
a paso, cada vez más rápido, comienzo a correr en busca de alguna
molécula más compleja o algún muñeco de nieve.
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